El Entierro Prematuro
Con esta humedad en el ambiente, con el aire albortando todo y con nuestros sentidos mezclados, te invitamos a leer a Edgar Allan Poe, un clásico de la literatura de horror.
Sus líneas describen la sordides de un mundo que a veces se deshumaniza a causa de los hombres o a causa de fenómenos naturales que nos superan. Oscuridad, rapidez, sufrimiento y desesperanza son las pistas que terminan por detonar en angustia en la mente de sus protagonisas.
Hace unos días publicamos un cortometraje Mexicano que en sus primeras escenas muestra un entierro y a una persona que se descubre viva en medio del ataud, ahora colocamos el cuento de Edgar Allan Poe, Entierro Prematuro.
Como ya es costumbre solo unos fragmentos que inviten a la lectura:
Ser enterrado vivo es, sin ningún
género de duda, el más terrorífico extremo que jamás haya caído en suerte a un
simple mortal. Que le ha caído en suerte con frecuencia, con mucha frecuencia,
nadie con capacidad de juicio lo negará. Los límites que separan la vida de la
muerte son, en el mejor de los casos, borrosos e indefinidos... ¿Quién podría
decir dónde termina uno y dónde empieza el otro? Sabemos que hay enfermedades
en las que se produce un cese total de las funciones aparentes de la vida, y,
sin embargo, ese cese no es más que una suspensión, para llamarle por su
nombre. Hay sólo pausas temporales en el incomprensible mecanismo. Transcurrido
cierto período, algún misterioso principio oculto pone de nuevo en movimiento
los mágicos piñones y las ruedas fantásticas. La cuerda de plata no quedó
suelta para siempre, ni irreparablemente roto el vaso de oro (…)
(...)Intenté gritar, y mis labios y mi
lengua reseca se movieron convulsivamente, pero ninguna voz salió de los
cavernosos pulmones, que, oprimidos como por el peso de una montaña, jadeaban y
palpitaban con el corazón en cada inspiración laboriosa y difícil. El movimiento de las mandíbulas, en el
esfuerzo por gritar, me mostró que estaban atadas, como se hace con los
muertos. Sentí también que yacía sobre una materia dura, y algo parecido me
apretaba los costados. Hasta entonces no me había atrevido a mover ningún
miembro, pero al fin levanté con violencia mis brazos, que estaban estirados,
con las muñecas cruzadas. Chocaron con una materia sólida, que se extendía
sobre mi cuerpo a no más de seis pulgadas de mi cara. Ya no dudaba de que
reposaba al fin dentro de un ataúd.